Hallar así, de repente a un autor
de cuentos muy breves, siempre resulta ser una tarea agradable. En esta
oportunidad, es Enrique Andersen-Imbert
quien ocupa mi atención. De este prolífico intelectual argentino, nacido en la
ciudad de Córdoba a principios de siglo pasado, 1910 para ser más exacta, es
bastante lo que puede decirse: novelista, cuentista, y muy especialmente,
crítico literario, que hasta hace poco era el terreno en el que más lo conocía.
Sin embargo, leer algunas ficciones breves suyas, ha resultado ser un encuentro
animado por la curiosidad del tema de lo lúdico, lo pérfido y lo maligno en la
conducta humana y en lo que está más allá de la vida terrenal.
Así,
una mañana de recorridos por la Plaza Altamira
en pleno Festival de la Lectura de Chacao, en Caracas, casi tropecé con el
libro Cuentos en miniatura, una antología de este
autor argentino, en el stand de la editorial de una conocida universidad venezolana.
Allí, en una mesa con libros apilados a precio de oferta, estaba puesto, y dispuesto para mí, a la luz de mis ojos
en busca siempre de textos mínimos. De este hallazgo, queda la urgente lectura que
de él empecé a hacer, pese a otros libros que también esperaban ser leídos ya
de regreso a Valencia.
Comparto entonces,
cinco de los varios cuentos mínimos del Anderson-Imbert que no conocía…
EL PACTO
En Amaicha, a fines del siglo
XVI, un fraile joven estaba leyendo en su tienda vidas de santos.
-
¡Quién pudiera ser santo! –exclamó con fervor.
Le fascinaba el misterio de lo que esos santos habrían visto
con sus ojos bañados en gracia. ¡Qué de visiones! ¡Quién pudiera tenerlas!
-
Daría cuanto poseo por ser santo –agregó.
Y oyó la voz astuta:
-
¿También tu alma?
Primero el fraile se asustó, pero en seguida se repuso y
contestó firmemente:
-
También mi alma.
Le relució la faz, fue hombre nuevo; y cuando siguió hacia el
Tucumán los soldados españoles comentaron sorprendidos la repentina disposición
piadosa del fraile.
Pasaron los años.
Fray Bartolomé era puro amor, pura
caridad. Y su presencia comunicaba a todos un estremecimiento de miedo y de
encanto: era patente que, a su alrededor, se movía algo tremendo, enorme,
poderoso.
Siempre había quien, al verlo, murmurara:
-
Es un santo.
Y se contaban entonces, sus sacrificios y milagros.
Cuando murió en la celda de un convento en Lima (dicen que los
pajarillos entonaban en la ventana Gloria in excelsis Deo) el diablo se llevó
su alma.
-
Te he permitido que te asomaras por los postigos y
espiaras de lejos a Dios -dijo el Diablo por el camino-. Ya es hora de que me mires a mí.
EL DIOS ERRRANTE
Era
un Dios violento. Creaba a toda la furia
y después seguía tan agitado que ya no podía acercarse a sus propias
creaciones, no fuera que las destruyese con su tremenda brusquedad. Tenía que
mirar de lejos, e irse zumbando –con cierta tristeza- a crear a otra parte.
Cuando en la tierra se
desencadenaban catástrofes era que ese Dios, con ganas de hacer una visita,
había dado un paso hacia los hombres.
LA PIERNA DORMIDA
Esa mañana, al despertarse, Félix
se miró las piernas, abiertas sobre la cama, y, ya dispuesto a levantarse, se
dijo: “¿y si dejara la izquierda aquí?” Meditó un instante. “No, imposible; si
echo la derecha al suelo, seguro que va a arrastrar también a la izquierda, que
lleva pegada. ¡Ea! Hagamos la prueba”. Y todo salió bien. Se fue al baño,
saltando en un solo pie, mientras la pierna izquierda siguió dormida sobre las
sábanas.
VANIDAD
Néstor había cometido casi todos
los pecados. Cuando murió lo castigaron así: empezó a retroceder en el tiempo y
a medida que rehacia sus pasos iba sintiendo los sufrimientos que en vida había
infligido a los demás. Padeció la ingratitud, la traición, la afrenta, la
impotencia ante la calumnia, la desesperación por el despojo, el dolor de la
puñalada por la espalda. Después lo trajeron otra vez al tribunal: Néstor
compareció con un pecado nuevo, el de la vanidad, porque al sufrir en carne
propia los tormentos que él mismo ocasionara no había podido menos de admirar
su tremendo poder de hacer mal.
21
DE AGOSTO DE 1622
Mentidero
de Madrid,
decidnos:
¿quién mató al Conde?
(Lope
de Vega)
Un joven de la nobleza, decuyo
nombre ya nadie se acuerda, preguntó al Conde de Villamediana quépodría hacer
para perpetuar su nombre en la historia.
-
Asesina a una persona ilustre y tu nombre será
eternamente recordado
- contestó.
Entonces el joven asesinó
al Conde de Villamediana.
Nos vemos a la brevedad…
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