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La minificción, ese mezclum discursivo


La minificción juega con la sensatez del lector. No puede este valerse de la sensatez cuando lo que tiene ante sus ojos es un texto que se burla “inocentemente” de su sentido común; que además es una cosa y es otra (o puede serlo); y que se muestra sin pudor ante la hecatombe que puede producir su lectura. En fin, la minificción es un género sin género, que atraviesa como puñal el umbral de la coherencia y la precisión del lector. Juega con la ambigüedad que implica un texto literario:

             Ópera
Habían puesto detectores de metales y toda suerte de medidas de protección para evitar que contra el Jefe se ejerciera alguna agresión. Los guardaespaldas hacían más impenetrable el anillo de seguridad.
El Jefe ocupó la butaca reservada y esperó, junto a los pocos asistentes a la primera obra de la temporada de ópera, que subiera el telón.
Una rubia de inmensos senos saltó a escena e interpretó un aria metálica, honda, dolorosa. Después entró un gigante moreno y desató una lluvia de notas oscuras.
El Jefe mantenía los ojos puestos en el bulto pectoral de la cantante. Entonces, sin moverse de proscenio, la mujer sacó un arma de corpiño y disparó.
El aplauso fue general. Los guardaespaldas subieron y le entregaron un inmenso ramo de flores a la mezzosoprano que se atrevió a ejecutar su mejor trabajo.

En esta minificción de Alberto Hernández, tomada de su libro Relatos fascistas (2010), podríamos apostar a diversas interpretaciones: el personaje el Jefe representa la autoridad, según no solo la grafía en mayúscula, sino también el contexto en el que se desenvuelve el personaje: Habían puesto detectores de metales (…) para evitar que contra el Jefe se ejerciera (…) ¿Tienen los actos de habla de este relato la función de decir algo en relación con los sujetos de autoridad? Bien podríamos pensar que de esa relación se trata, si fijamos la atención en las acciones de cada personaje con respecto al Jefe, es decir, con respecto a gobernantes o personas que representen autoridad importante. El gobernante o autoridad es presentado como un elemento que inspira respeto, más por deber que por otro sentimiento. Los verdaderos deseos salen a flote y la traición no se hace esperar. La historia de muchos gobernantes ha demostrado con creces esta situación.

Otros textos más breves que el anterior de Alberto Hernández, también intentan valerse de la ambigüedad; veamos a continuación un texto de Miguel Gomes (1987):

Cotidiana
Tras una discusión, coloqué a mi mujer sobre la mesa, la planché y me la vestí. No me sorprendió que resultara muy parecida a un hábito.

¿Realmente el personaje “planchó” a su mujer? ¿Qué significa que la planchó y se la vistió? ¿Qué relación existe entre la relación que el personaje tiene con su mujer y un hábito? Y, en este sentido, ¿se refiere al vestido que utilizan religiosos o religiosas; o al sentido de la palabra (hábito) que hace referencia a la repetición de actos más por instintos que por otras razones? Esto solo por mencionar dos de los tantos otros significados de la palabra hábito. Entonces, la minificción de Miguel Gomes se convierte en un hilo de palabras conectadas por la imprecisión y la ambigüedad que saltan a la vista en un ocurrente y lúdico juego de palabras.

Ahora bien, jugar, parece ser la regla a seguir por la minificción; jugar a ser una y a ser otra. Jugar a desentrañar enigmas o a decir mucho con tan poco. A vestirse de hombre, de mujer, de niño, de niña; jugar a no tener sexo. O simplemente convertirse en un travesti que sale (de día o de noche) por las calles de eso que Santa Teresita llamó “la loca de la casa”, para coquetear, seducir a ese cautivo que se adentrará (por muy breve tiempo) en las urdimbres creativas y enigmáticas de todo texto minificcional.

Esta forma narrativa puede ser todo a la vez: un cuento, un poema, un aforismo o cualquier otro texto. Señala Lauro Zavala (2006) que la minificción “es un género híbrido donde se fusionan diversas tradiciones textuales, gracias al ácido retórico de la ironía, que disuelve fronteras convencionales”. Este autor sostiene entonces que “estas tradiciones pueden ser literarias (narración, poesía, ensayo, crónica, etc.) o extraliterarias (confesión, epitafio, solapa, oración, reseña, instructivo, etc.)”. Esta hibridación, este “mezclum” textual hace de ella, la minificción, un “género literario autónomo”, como bien lo defiende Lauro Zavala.

Un texto como “Instrucciones para el manejo de este poemario”, de Adalber Salas (2008), podría ejemplificar lo dicho por Zavala en el párrafo anterior:

Abra las páginas suavemente/como quien ya sabe que los libros/no son para hablar de ellos/y ha aprendido a hacerles el amor.//No busque el índice; /sométase al azar fecundo de las páginas.//Confíe en los verbos/y entréguese a su fiebre.//Mantenga este producto alejado de manos/que no conozcan el acto gratuito/o el amanecer inexplicado/y de hombres que hayan cambiado su mirada/por puñados de sal.//Consúmase en pequeñas dosis. /Recuerde que ésta es una mezcla patológica/ y patologizante/una falsedad absolutamente cierta/y por lo tanto debe manejarse con cuidado.//En caso de emergencia/abra bien los ojos/y rompa la imagen.//Si la emergencia persiste/rompa los ojos.//Al finalizar la lectura/deposite el libro en la calle/y préndale fuego//Para que las palabras retornen/al humo del que escaparon.

¿Poema, texto instruccional, minificción? ¿O acaso una suerte de texto que trae a colación las instrucciones de Julio Cortázar? Como estas “Instrucciones para cantar”, por ejemplo: 

Empiece por romper los espejos de su casa, deje caer los brazos, mire vagamente la pared, olvídese. Cante una sola nota, escuche por dentro. Si oye (pero esto ocurrirá mucho después) algo como un paisaje sumido en el miedo, con hogueras entre las piedras, con siluetas semidesnudas en cuclillas, creo que estará bien encaminado, y lo mismo si oye un río por donde bajan barcas pintadas de amarillo y negro, si oye un sabor de pan, un tacto de dedos, una sombra de caballo. Después compre solfeos y un frac, y por favor no cante por la nariz y deje en paz a Schumann.

Juzgue el lector (si puede hacerlo) lo que crea acerca del texto de Salas, quien se atreve, consciente o no, a disolver esas “fronteras convencionales” que Lauro Zavala menciona. Un poemario, entonces, es capaz de iniciar con un texto poético que cohabita con un texto minificcional. Y de esto se trata, en muchos casos, la minificción: cohabitan distintas formas en un mismo discurso. 

Cabe destacar que, a este género, lo rige la más notable de sus características: la brevedad, la cual a veces puede llegar a ser extrema. Este rasgo lo ubica, entre algunos, como un texto poco confiable para reconocerlo como género literario. Esta brevedad se traduce en una doble vertiente: por una parte, algunos la rechazan; pero por otra, algunos la sobrevaloran, lo que conlleva la proliferación de textos mínimos circulando por las redes sociales, a cuenta de que todo lo que sea breve tenga a bien de ser considerado minificción.

Este género, aunque ya con unos cien años, pareciera no haber sido tan aplaudida como sus otros colegas: la poesía, el cuento y la novela. Y aunque grandes autores la han cultivado con gran tino, la minificción sigue siendo el enigma sin descifrar de la literatura; y en muchas ocasiones, es vista más bien desde el espíritu de lo que está de moda, y no desde la visión del trabajo que comporta un género literario.

En conclusión, la minificción provoca la respuesta de sus lectores e interactúa con otros textos (intertextualidad). Asimismo suscita, entre líneas, un conocimiento, literario o no, que rompe con la rutina del lector, quien además abre las posibilidades de interpretación conforme a su acervo cultural y literario, así como a sus herramientas y destrezas para percatarse de los múltiples espacios narrativos y convencionalismos ya comunes y, por tanto, preexistentes.

Finalmente, es propicio citar una de las veinte certezas provisorias que establece el argentino Edgardo Ariel Epherra, a propósito de la minificción: “Habitamos una vecindad poblada de aforismos, sentencias, chistes, moralejas, microensayos, haikus, alegorías, refranes populares, proverbios cultos, versos de ocasión y un amplio mestizaje de todos ellos. Cada microcuentista elige de qué vecino se distancia, con cuál comparte alimentos y a quién mete en su intimidad con el fin de ensanchar el barrio”. Yo digo entonces, sin pretensiones académicas: ese mezclum textual siempre es recurrente.


Geraudí González


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